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miércoles, 8 de abril de 2009

La Tour Eiffel... nulle

Nina Mouskori cantando Nabuko en francés y la gente escuchando con romanticismo que empalaga: "liberté, liberté". ¿Por qué habría de interpretar una cantante del área más miserable de toda europa una canción así? ¿Por qué la admiran tantos subdesarrollados? ¿Acaso creen todos ellos que merecen entonarla? ¿Qué han hecho por libertar a sus pequeños y desafortunados países?

Arriba, un montón de sucios inmigrantes árabes, la piel morisca, el olor a cuscús; allá se ven unos latinos con la libido a todo lo que da, el olor de sus axilas destila feromonas, las mismas que sostienen la pancarta "seguridad del empleo". ¡Que se alegren por pertenecer al gremio laboral sin ser de esta tierra! Por mí, que se largaran todos a sus casas de origen. No me importa si son de palo o de teja. El manifiesto de libertad de nuestra Francia querida aplicaba sólo para los que estamos adentro. Decir que era para todos es un mito que trascendió a la realidad, una muy utópica, por cierto. En fin...

Encima, chinos y japoneses a mi derecha. Tanto amarillo que viene a ver este bellísimo monumento, homenaje al siglo de las luces y al intelecto, sonríen entre sí sin saber por qué. ¿Qué tiene de graciosa la torre? ¿Les recordará lo hacinados que viven en Shan Gai o Hong-Kong? Son lerdamente simpáticos, los amarillos. Miran estupidizados con sus cámaras lo que verán detalladamente en sus casas unas semanas después. Graban al edificio porque dicen que les cuenta las huellas de la historia y el arte modernos occidentales. Yo más bien pienso que es por idiotas: jamás gastaría mi dinero en ir a un lugar en donde no entiendo lo que veo -se nota que son imbéciles los que nos visitan-. Pero cada hijo de Mao es un mundo...

Y para colmo, los empleados de la Eiffel se ponen en huelga. Que se regresen a sus pueblos, a ver si ahí les dan lo "poco" que ahora tienen. El malagradecimiento tiene nombre de inmigración.

Monsieur Dupont caminó cuesta abajo el primer barrio parisino. El olor a sebo en el metro lo reconforta. Se sienta con los suyos mientras lee el diario: a su izquierda, una rubia que se trenza los pelitos en las axilas; a su derecha, un hippie urbano que toca los tambores con sonido a pasuco.

Y nadie lo nota. Es tan ligero como su paso racial por el mundo de los vivos.

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