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viernes, 17 de octubre de 2008

En la Feria del Libro de Monterrey

¡Ah, qué caray! Total, que yo no me canso de los trajines y me fui a la Sultana del Norte (¿por qué los regios son como los chilangos del norte ? ¿Por qué a Saltillo o a Torreón o a Hermosillo no se les ocurrió llamarse La Sultana del Norte?- Aclaro que no todos los que nacen y/o residen en el DF son sujetos susceptibles de ser llamados unos auténticos mamones, pero la verdad es que por cinco que se sienten descendientes de Maximiliano o Moctezuma se llevan entre las patas a los demás-.

¿Motivo? Pues la Feria del Libro... como si no me hubiera comprado suficientes ejemplares en la Feria del Libro aquí en Little Jump City. Nos llevaron de la escuela de letras, en camioncito y toda la onda. Había de todas las editoriales, de todos los gustos y de todos los precios. Hubo una constante que me dejó pensando si la literatura estará sufriendo el mismo fenómeno de la mkt musical en cuanto a edición y ventas: mientras uno se encontraba libros de Cortázar en $50.00 (razón por la cual le estoy agradecida de corazón al Dios Voyerista), había libros de escritores contemporáneos, que, como en policromía de una paleta, se les clasificaba (ahí te va, Aristóteles, pa' que veas que sí te leí) en guácala, chafos, regulares, normales, buenos, creadores de best sellers y genios.

Me pareció de pronto que estaba viendo el disco más reciente de la Thalía a un precio por los cielos, y a uno de Verdi a $35.00...

Mucha gente pudiente se compraba libros caros, nomás porque la portada estaba chida, o porque el autor acababa de morir (sin antes haber escrito una obra considerada como obra literaria), o porque en la contraportada salía la foto del autor así todo peinadillo, nada qué ver con los weyes que nos aplastamos con la ropa de gala después de salir de una boda -con el maquillaje todo corrido-, con los pantalones de mezclilla que usaste para irte de viaje relámpago, con la piyama a las tres de la tarde, con los pelos todos alborotados, con la falda con cinco horas de puesta -y con más arrugas por cada hora que pasa-, o perfectamente vestida y peinada... y con chanclas. O los compraban porque el dibujo estaba bien bonito o porque la textura de la pasta era tan suave como la piel de un niño, tan terso como el placer de leer (según los cánones mercadotécnicos).

De esas editoriales, me quedé con unas ganas inmensas de comprarme tres libros, no tanto porque me gustara la foto de la contraportada -en todo caso, estaban cerrados con PVC-, sino porque no existían en otra editorial (¿quién dijo que no existe el monopolio en las letras?). Pero o como o leo libros (si tan sólo pudiera comer libros... dios, quiero ser chiva intelectual por un día... no, mejor no). Aquí es cuando la tentación sucumbe y me dice "vuélvete una abogada corrupta, acepta ese caso que te propusieron hace un mes, total, sabes que lo ganas, aunque no sea lo justo".

Pero de inmediato callé mi avaricia y me limité a comprarme tres libros de los varios que aún me siguen faltando de mi amado Cortázar: Todos los fuegos el fuego, 62/Modelo para armar y De Cronopios y Fama.

También conseguí libros gratis sobre lingüística aplicada a las lenguas indígenas y metodología atingente a la misma, métodos para leer náhuatl antigüo, historia y fonética del zapoteco y un ensayo de la evolución de las lenguas indígenas hechas por un viejito muy simpático (otra vez las fotos). Igualmente, unos argentinos de un stand quedaron bien conmigo (aparte de que estaban guapillos) y me regalaron unas antologías de cuentos contemporáneos para niños y otra de poesía moderna. A ver qué pex.

Como fue en Cintermex el asunto éste, al otro lado de la feria estaba el Festival del Dulce. Me hice cargo de una pequeña, hija de uno de mis profes, y con ese pretexto fui a canastear tantos dulces como la mirada tierna y nítida de la nena me permitía. Obvio que no me quedé con ninguno... yo nomás quería saber qué se sentía pedir Jalogüín catorce días antes. Aquí, claro, la ganona fue la chiquita, a quien me gustaría clonar. Es abrazable la huerca. Un solecito.

También había una muestra artesanal ahí, y me topé con el chamán que me había bautizado bajo la cosmogonía azteca con el nombre de Ozelocíhuatl (Mujer 4 Mono-Jaguar), quien me hizo un morralito con un ocelotillo ahí todo chistoso que más bien parecía un puma muerto de hambre... morralito que perdí cuando me robaron una vez mi bolsa. Me dio risa que a todos les dice lo mismo que me dijo a mí -como los sacerdotes dicen siempre lo mismo cuando casan o bautizan gente- y las personas se ponen todas apenadas cuando el señor saca un cuerno y lo toca con singular ahínco, haciendo que el resto del lugar retumbe.

Y me subí al metro en Mty. Acostumbrada a andar en carro con mi carnal, nunca había tenido necesidad de subirme. Los chilangos envidiarían a sus primos: todo corrección y limpieza, cero vandalismo. En la odisea anduvimos el Carlos, el Isra, la Elisa, Karlikta, el profe de Morfo, la pequeña estrella, el Chago y su servidora.

Al regresar, pasé dos hermosas horas varada en la carretera Mty-Saltillo. Alguien se accidentó y por ende todos los demás tuvimos qué apechugar. Lo bueno que el Santiago traía su lira y nos aventamos muchas canciones -hasta el cancionero Picot salió ahí con los boleros que raramente nos sabíamos todos-, hasta que al llegar a Campo Redondo la taza se quebró y cada quien se fue para su casa.

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